«Fué exactamente hace un año en no sabría decir qué cafetín del Puerto de la, Luz. La reunión tenía el saber dé lo sencillo, pero las manos de Jeremías Umpiérrez hicieron el prodigio. .Aquello adquirió, de pronto, un aire emocionado de rito; y otra vez lo vulgar cobró categoría estética desde la raíz de lo sencillo y simple.
El alma de mi tierra se trenzó en las cuerdas del timple embrujado de Jeremías y aquellas rejas prendieron, en los nerviosos barrotes, una enredadera sutil que trenzaban los dedos nerviosos del tocador. ¿Qué me sobrecogió aquella noche encantada de septiembre frontera a una mar sosegada? Lo que tocaba Jeremías era una isa que para mi no lo era; eran unas folias que no me lo parecían. Después tocó…no sé lo qué fué. El paréntesis de un año, cuando en la nave del alma hay tempestades, no permite precisiones, pero Jeremías me aseguró que lo cantaban en Lanzarote.
Mi visión de esta isla natal de Jeremías Umpiérrez, que no se ha casado para vivir libre como los pájaros, según frase suya, es una visión poética; es decir, imaginada porque no he tenido la fortuna de verla. Yo la pienso seca y sedienta, un poco achatada por la continuada pesadumbre solar. Lo que Jeremías cantaba tenía un melancólico borbolleo de mar y desierto, de agua salada y tierra llana, de una inmensa e infinita superficie sin horizonte.
Era un canto que jamás he olvidado porque su melancolía no era recortada sino extensa. Un canto de tierras que ven nacer el sol; y en aquella voz metálica de Jeremías, fue apenas levantaba un susurro, aprendí a oír la letanía de esta mitad oriental del Archipiélago. Entendí con toda claridad la diferencia que hay entre el grupo occidental canario—de mayor humedad— y el oriental, de sequedad más acusada. Por hacer un poco de literatura vi el signo de lo céltico y nórdico en el grupo donde el sol se pone y de lo mediterráneo y sureño por las islas que lo ven nacer. Claro está que es una arbitraria y frívola distinción, pero las resonancias anímicas que las cuerdas de un timple suscitan tampoco nos permitían unas bases firmes para una teoría seria.
Sobre el mármol de la mesa hacía caer Plácido Fleytas su voz que sonaba como aquellos duros de plata inolvidables, de una nostálgica edad económica que nunca ha de volver. Plácido cantaba primorosa y gallardamente sus isas con el sabor de rezo que el canario fino pone en la liturgia del canto popular. ¿Lo recuerda usted, Néstor Álamo? El canario fino de todas las islas imprime en su cantar la unción religiosa que se pone siempre en las hondas zonas del alma. Por eso una de las cosas que menos puede sufrir un canario entero y verdadero es que hagan caricatura de sus cantos populares, o que el desalmado pobre diablo desafine entre los vapores de su brumosa «juma» las notas de unas folias o de una isa.
Nuestros cantes insulares están hechos para individuos solos, personas-islas también y no para brillantes grupos donde la colectividad pespuntea la gallardía de una canción coral.
El canario fino—ese del «canere» y no del «canis»—hace un melancólico «solo» al entonar unas folias, una isa, o una malagueña que aquí aclimataron su.
semilla ibérica. Quede para el erudito la afanosa averiguación de sus orígenes; aquí sólo nos dejamos llevar por la corazonada musical y anímica de nuestros cantos.
No tenemos muchos estudiosos que buceen por las vírgenes tierras de nuestro folklore musical ¿verdad, Lola de la Torre?—Tampoco tenemos ensayistas.
Las cuerdas del timple de Jeremías-un gran timple que es casi un Stradivarius conejero—nos hicieron pensar que estos isleños del grupo oriental cantan y tocan con un matiz distinto al nuestro, el de los isleños occidentales. Cantan como si tuvieran el alma clavada en la mitad de una llanura—desierto o mar, acaso desierto y mar—, como si arrastraran una aridez milenaria oreada con los suaves cambiantes de sus semitonos. Una brisa musical de mar o desierto caldeaba en el cantar de Jeremías y en las cuerdas de su timple,
y yo pensé que unas gentes que cantan así han de tener un alma un poco distinta a la de los que cantamos con menos amplitud de llanura sobre la que extender la voz y el suspiro.
Ningún escritor del Archipiélago se ha detenido a pensar en estas mínimas cosas que pueden ser jalones que nos llevan a una diferenciación de los dos grupos de islas Canarias, Cantar de una manera es en cierta medida un rezar del alma colectiva de una región. Rezar de cierta manera implica un alma y una voz distinta y singulares. Un espíritu serio haría una buena meditación sobre las características especiales del alma de un pueblo.
Sobre su cantar, su humor, su manera de hablar y su vivir que le permitirían un diagnóstico interesante sobre su ser. Pero las mujeres, que somos alma y no espíritu, no sabemos hacer estas cosas de honduras y en la superficie de las cuerdas de un timple bullanguero columpiamos –una noche lejana ya—Unas folias de allá, del grupo occidental, unas folias del picudo Tenerife, que
sonaron distintas a las de Jeremías y a las de Plácido. Y aunque nos unía a todos la impronta común de nuestro isleñismo, el cantar y la voz delataban unos matices que un oído fino pudo haber recogido como distintos mensajes que a lo largo del tiempo han ido labrando almas colectivas
diferentes.Pero las voces- y esto es decisivo—acoplaron sus tonos, se enredaron en las cuerdas del timple de Jeremías y hubo un momento en que.
primero una y después otra vez todas levantaron un emocionado credo lírico, en un negro paisaje de noche atlántica. Un credo lírico y sentimental a las excelencias de nuestras amadas «islas Afortunadas.»Documentación obtenida de Jable. Archivo de prensa digital de la ULPGC.