
Si Erasmo de Rotterdam escribió su ‘Elogio de la Locura’, no es demasiado el que nosotros intentemos, desde aquí, bucear en la apologética del timple. Hará falta que un sesudo investigador nos demuestre nuestro andar errado para que dejemos de considerar al minúsculo instrumento canario tan autóctono como el Teide, la Cueva de los Verde lanzaroteña y la cuenca del barranco de Tejeda con todos sus basálticos apéndices. Y es que, a quienes intentan la apología de lo propio puede tildárseles de cualquier cosa menos de hombres sin casta ni
amor a su tierra. Todos sabemos que el timple es un ukelele con cierta cuerda más y bastante suerte menos que el hawaiano instrumento. El plus de la
cuerda aumenta sus posibilidades melódicas en un veinte y cinco por ciento sobre aquel su universal hermano. Pero el timple no ha sido estudiado. Casi, casi, podría decirse que se le desconoce. Nadie ha intentado escudriñar en el mundo probable de sus posibilidades.
A los niños juerguistas y a los furrunguiadores de barrio les basta y sobra con dos o tres posturas para salir del paso; es decir, unos cuantos atropellados acordes, sin armonía ni emoción alguna que coadyuven al logro» de un climax en el rebotallo. Y el timple es más; mucho más; muchísimo más. El timple tiene propia alma, vibrante, quejumbrosa, atormentada por angustias de ‘sequía y terregueros. Su mismo regocijo de parranda guarda posos de amargo punzar que hacen daño y abren puertas a las nostalgias del alma de todo intrínseco hijo de las Islas sin necesidad de tintes ni de ecos extraños. Sentir un timple por los muertos lienzos de la noche es como si le clavasen a uno agujas anuladoras de la voluntad en. lo alto de la nuca. El mito de Orfeo se hace presente y quien escucha queda sin voluntad; como hoja, en el viento, a merced del rumor querencioso de las cinco cuerdas lancinantes del cameyiyo.
Para sentir por entero la amarga melancolía sensual del timple hay que ser pueblo; saberse pueblo a través de generaciones y generaciones de gentes amasadas con tierra y con sudor.
El timple ha respondido siempre en su manejo al más anárquico, desenfadado empirismo. Nació Dios sabe cómo y dónde. ,Y sólo Dios sabe dónde y cómo fueron decretadas las primitivas reglas orales de su pulsar.
Existe una literatura sobre pedagogía ukelélica; no vemos porqué no puede contar el timple con otra parecida. Hemos hablado deello con algunos músicos profesionales; es decir, profesores. Pero según su opinión, no encuentran posibilidades en tal investigación. El timple dicen—es instrumento pobre, rudimentario, sin más fin que servir de festón o ribete a los convivios donde el sancocho y el caldo de pescado son señores. Intentar algo respecto a él sería perder, el tiempo. ¡Y está tan cara la Vida!
Salvo raras excepciones, quienes han reaccionado así son gentes’de afuera, gentes para quienes el -timple no es más que un instrumento chillón y desalmado. Pero en cierta ocasión, un canario de solera recogió el guante de nuestras iniciales, remotas sugestiones timpleras y se engolfó por entero en este estudio; en su localizar de valores.
Y esté canario—inútil nos parece decirlo—es Jeremías; Jeremías Umpiérrez.
Jeremías, al igual que hace el biólogo con sus cultivos, no ha cejado en su empeño de abrir rutas ignoradas a la afición. Su premio—premio espléndido—ha sido el hallazgo de nuevas formas de afinaciones de perspectivas inéditas en la técnica timplista; modulaciones, acompañamientos hasta ahora insospechados. Anchas fajas de terreno virgen dentro de la angosta y admitida forma de manejar
el isleñisimo cameyiyo. Y puede que no ande lejano el día en que por entre las manos de los aficionados de peso discurra ese ansiado, pertinente y necesarísimo «Método de timple».
Ahora Jeremías organiza algo que aún no sabemos qué será. Algo parecido a un ciclo de conferencias-lecciones en que, sobre el terreno, timple en mano, vaya explicando a la gente nueva y a quienes sin serlo sienten eso que el timple representa, el producto de sus investigaciones; las deficiencias en la actual técnica del instrumento y hasta la forma en que pudieran obtenerse, dentro de la propia familia instrumental, cinco unidades de voces distintas y que él ya califica de timplón, segundo,
timple ligero y timplillo.
Todo esto, lector, se hará presente a un público de aficionados en serio; no de noveleros inanes y curiosos. A un público, que sepa sentir y aprovechar ese mundo isleño, reconcentrado, que el timple encierra entre el reclamo de las cinco cuerdas y su lírica joroba. De haber logrado eso que él nos dice, el nombre de Jeremías Umpiérrez será algo vivo para siempre, lleno de la alegría de su propia tierra a través del tiempo; y cuando de muchas personalidades de papel y almidón no quede ni el polvo sobre esta tierra nuestra de la Gran Canaria, el nombre de Jeremías Umpiérrez será sí equivalente, respecto al timple canario,
a lo que cerca de la española vihuela significa el del clérigo pícaro y andariego, bohemio y artista que se llamó Vicente de Espinel.Documentación obtenida de Jable. Archivo de prensa digital de la ULPGC.